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Editorial

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jueves, 7 de enero de 2010

La mulata de Córdoba - Leyenda del estado de Veracruz




Yo la vi, por ahí se fue. —Por ahí se fue. —Sí, yo la vi. —Por ahí se fue. —Por ahí se fue. Decía el hombre fuera de sí, se había vuelto loco y agarrado fuertemente de los barrotes de fierro de la celda, contemplaba la bartolina vacía, donde poco tiempo antes había estado encarcelada una de las mujeres más bellas de todos los tiempos, La Mulata de Córdoba, simplemente por el delito de no aceptar amores ilícitos con caballeros de alta alcurnia y noble origen que, deslumbrados por su belleza, la cortejaron insistentemente.
Era muy hermosa, mujer joven de entre 20 y 25 años de edad, morena clara apiñonada, con ojos grandes de color verde como el paisaje veracruzano, el cabello era alazán tostado tirado a negro, ondulado y fino que le caía graciosamente sobre los hombros y le llegaba a la cintura. Sus labios finos, siempre rojos, acusaban una frescura agradable de los cuales a cualquiera se le antojaba un beso. Era alta y esbelta, de cadera ancha bien proporcionada y piernas como torneadas por un experto en escultura. Vestía a la usanza de la época, con telas finas importadas que estaban a la altura de la clase más pudiente. Nunca se supo su origen, solamente se decía que a finales del siglo XVII o principios del XVIII había aparecido en la recién fundada ciudad de Córdoba, Veracruz, esa bella mujer que despertaba la pasión del amor en los caballeros más distinguidos y mejor plantados de ese tiempo en Córdoba y sus alrededores. Todos le daban muestras de amables cortejos y se decía que no faltó quien se quitó la capa que llevaba puesta y la tendió al piso para que, sobre ella, pasara aquella angelical mujer. La Mulata, con el corazón empedernido, se mostró sorda a todos los piropos e indiferente a todas las declaraciones y muestras de amor y siempre inconmovible y fuerte con singular indiferencia humilló con su desprecio a todos los hombres que se acercaron a ella. Cuenta la leyenda que su casa siempre estaba cerrada, no se comunicaba con nadie y solamente ocurría con diligencia a curar un enfermo cuando sus servicios como curandera eran requeridos.
Conocía las propiedades curativas de muchas plantas, era adivina, pronosticaba, con asombrosa exactitud, los terremotos, eclipses, desgracias familiares y acontecimientos agradables. Leía el horóscopo personal de sus clientes y se dice que su fama de adivinadora se extendió por muchos lugares de la Nueva España.
Un día de tantos, impulsado por la necesidad de conocer su buena o mala ventura, un influyente caballero de los círculos muy allegados al Virrey se trasladó de la ciudad de México a Córdoba decidido a consultar a la Pitonisa. La Mulata lo atendió en el más profundo secreto, como atendía a las personas influyentes que, aún creyentes de supersticiones, ante los altos círculos sociales trataban de ocultar su verdadera identidad. El hombre del relato se impresionó más de la belleza de la mujer que los halagüeños vaticinios que las cartas y líneas de la mano le marcaban y con base en sus influencias en la corte del Virrey, su linaje de caballero distinguido y su riqueza que poseía, requirió en amores a la mujer adivina. Ella, como de costumbre, no aceptó y le pidió al varón que abandonara su casa.
El afrentado salió escurrido y humillado jurando vengarse de la ofensa. Poco tiempo después, soldados de las milicias virreinales detenían a la Mulata de Córdoba y por orden del Santo Oficio, aprehendían a aquella mujer acusada de bruja, de tener pacto secreto con el diablo y, sobre todo, de realizar aquelarres, desenterrar muertos y freír niños en ceremonias diabólicas nocturnas. Algunos vecinos de Córdoba daban fe de haber visto como a las doce de la noche de todos los viernes, salían llamas grandes de la puerta de la casa sin que ésta se quemara. Sus propiedades fueron confiscadas y la mujer, amarrada y con grilletes en los pies, fue conducida al Puerto de Veracruz de donde fue trasladada a una celda en el Castillo de San Juan de Ulúa, para luego ser quemada viva con leña verde en la plaza pública del puerto.
La mujer nunca dio manifestación de angustia o abatimiento y en el corto tiempo que permaneció en el reclusorio de San Juan, trabó amistad con su centinela de vista, quien vigilaba sus movimientos constantemente. Un día antes de que se cumpliera la sentencia de ser quemada solicitó de su carcelero que le llevara un pedazo de carbón vegetal. El hombre cumplió su deseo y la Mulata, con el carbón, se puso a dibujar un barco velero en la pared del calabozo. Al mirar el centinela aquella nave tan bien pintada, que con las velas desplegadas parecía mecerse sobre las olas, le preguntó:
—¿Para qué pintó ese barco tan bonito?
Ella con la sonrisa a flor de labios contestó:
—Para irme en él y cruzar el mar.
Al mismo tiempo que dando un pequeño salto, se puso sobre cubierta del velero y se alejó, perdiéndose lentamente en la oscuridad del calabozo, dejando a la posteridad de los siglos su recuerdo en esta bella leyenda y el misterio de sus artes para desaparecer en cuerpo y alma.

Manuel Lozoya Cigarroa (comp.) Leyendas del México nuestro, 2ª. parte, Ed. Durango, Durango, México, 1991, pp. 245-246.

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