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Editorial

¡En este número!
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sábado, 6 de marzo de 2010

La leyenda del fuego - Leyenda tradicional mexicana



Hace muchos años los huicholes no tenían fuego y, por ello, su vida era muy dura. En las noches de invierno, cuando el frío descargaba sus rigores en todos los confines de la sierra, hombres y mujeres, niños y ancianos, padecían mucho.

Sólo deseaban que las noches terminaran pronto para que el sol, con sus caricias, les diera el calor que tanto necesitaban.

No sabían cultivar la tierra y habitaban en cuevas o en los árboles.

Un día el fuego se soltó de alguna estrella y se dejó caer en la tierra, provocando el incendio de varios árboles. Los vecinos de los huicholes, enemigos de ellos, apresaron al fuego y no lo dejaron extinguirse. Nombraron comisiones que se encargaron de cortar árboles para saciar su hambre, porque el fuego era un insaciable devorador de plantas, animales y todo lo que se ponía a su alcance.

Para evitar que los huicholes pudieran robarles su tesoro, organizaron un poderoso ejército encabezado por el tigre. Varios huicholes hicieron el intento de robarse el fuego, pero murieron acribillados por las flechas de sus enemigos.

Estando en una cueva, el venado, el armadillo y el tlacuache tomaron la decisión de proporcionar a los huicholes tan valioso elemento, pero no sabían cómo hacer para lograr su propósito. Entonces el tlacuache, que era el más abusado de todos, declaró:

—Yo, tlacuache, me comprometo a traer el fuego.

Hubo una burla general hacia el pobre animal. ¿Cómo iba a ser que ese animalito, tan chiquito él, tan insignificante, fuera a traer la lumbre? Pero éste, muy sereno, contestó así:

—No se burlen, como dicen por ahí, “más vale maña que fuerza”; ya verán cómo cumplo mi promesa. Sólo les pido una cosa, que cuando me vean venir con el fuego, entre todos me ayuden a alimentarlo.

Al atardecer, el tlacuachito se acercó cuidadosamente al campamento de los enemigos de los huicholes y se hizo bola. Así pasó siete días sin moverse, hasta que los guardianes se acostumbraron a verlo. En este tiempo observó que con las primeras horas de la madrugada, casi todos los guardianes se dormían. El séptimo día aprovechando que sólo el tigre estaba despierto, se fue rodando hasta la hoguera. Al llegar, metió la cola y una llama enorme iluminó el campamento. Con el hocico tomó una brasa y se alejó rápidamente.

Al principio, el tigre creyó que la cola del tlacuache era un leño; pero cuando lo vio correr, empezó la persecución. Éste, al ver que el animalote le pisaba los talones, cogió la brasa y la guardó en su marsupia.

El tigre anduvo mucho sin encontrarlo, hasta que por fin lo halló echado de espaldas, con las patas bien apoyadas contra una peña. Estaba allí, descansando tranquilamente y contemplando el paisaje. El tigre saltó hacia el tlacuache, decidido a vengar todos los agravios.

—Pero, compadre, ¿por qué? —le dijo el tlacuache—. ¿No ves acaso que estoy sosteniendo el cielo? Ya casi se nos viene encima y nos aplasta a todos. Podrías mejor ayudarme, quedándote en mi sitio mientras yo coy por una tranca. De esta manera estamos salvados.

El tigre, muy asustado, aceptó colocarse en la misma posición en la que estaba el tlacuache, apoyando las patas contra la peña.

—Aguanta hasta que venga, compadre. No tardaré —dijo el tlacuache.

El tlacuache salió disparado, mientras el tigre se quedaba ahí, patas arriba. Pasó un ratote y el tigre ya se había cansado.

—¿Qué andará haciendo este tlacuache bandido que no viene? —protestaba el tigre.

Siguió esperando, sin moverse. Pronto ya no pudo más. —Me voy aunque el cielo se venga abajo —pensó y se levantó rápidamente.

Se asombró de ver que no pasaba nada, que las cosas seguían en su sitio. El tlacuache lo había engañado otra vez. Salió a buscarlo enfurecido. Lo encontró en la punta de un peñasco, comiendo maicitos, a la luz de la luna llena. En cuanto el tlacuache lo vio venir, hizo como que contaba los granos y se apresuró a decirle:

—Mira compadre, ¿ves esa casa que está allá abajo? Ahí venden ricos quesos, podemos comprar muchos con este dinerito.

—Pero no veo cómo llegaremos a esa casa.

—Es fácil compadre. Cuestión de pegar un salto. Ya otras veces he saltado y nada me ha pasado —argumentó el tlacuache.

—Bueno, saltemos juntos. No vaya a ser que te quedes aquí arriba o que llegues primero abajo y te escapes.

Mientras el tigre recogía los maicitos, pensando que eran dinero, el tlacuache aprovechó para encajar su cola en una grieta, sin que el otro se diera cuenta. Los dos se pararon al borde de la peña. Cuando el tigre dijo: “¡ya!”, el tlacuache saltó pero no se movió de su sitio pues tenía la cola encajada. El tigre pegó un gran brinco y voló derechito hacia la luna llena, hasta desaparecer.

Por fin, herido y exhausto, el tlacuachito llegó hasta el lugar donde estaban los otros animales y los huicholes. Allí, ante el asombro y la alegría de todos, depositó la brasa que guardaba en su bolsa. Todos sabían que tenían que actuar rápidamente para que el fuego sobreviviera. Así que levantaron una hoguera con zacate seco y ramas. Arroparon al fuego, lo apapacharon y lo alimentaron. Pronto creció una hermosa llama.

Después de curar a su bienhechor, los huicholes bailaron felices toda la noche.

El generoso animal, que tantas peripecias pasó para proporcionarles el fuego, perdió para siempre el pelo de su cola; pero vivió contento porque hizo un gran beneficio al pueblo. En cambio, cuenta la gente que el tigre fue a caer en la luna y que todavía se le puede ver ahí de noche, parado con el hocico abierto.

BIBLIOGRAFÍA

“La leyenda del fuego” en Celia Díaz Argüero, María del Carmen Larios Lozano (et. al.), Español. Sexto grado, 2ª. ed., SEP, México, 1998, pp. 68 - 70.

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